Existe en algunos sectores del madridismo, y de una forma más acusada en los de nueva generación, una inercia a reescribir la historia del club. Que nadie interprete esta percepción como un reproche. Es inevitable que una persona tienda a filtrar los hechos desde un prisma subjetivo, incluso es comprensible cierto ejercicio de recomposición de los acontecimientos ante una decepción sostenida. Pero lo cierto es que algunas premisas habituales en los debates madridistas no se ajustan a la realidad.
“El Real Madrid ha ganado siempre” es una de esas falsedades que es repetida, con frecuencia, para criticar la precariedad actual. Los hechos, no obstante, dictan que la fecundidad madridista se concentró en el periodo comprendido entre la llegada de don Alfredo Di Stéfano (1953) y la muerte de don Santiago Bernabéu (1978). Aquella etapa dorada abarcó, en veinticinco años, el 60% de las Copas de Europa y el 50% de las Ligas de los ciento ocho años que ya cumple el club hasta hoy. Las primeras cincuenta temporadas de la historia del Real Madrid distaron mucho del ritmo productivo posterior, con tan solo dos campeonatos ligueros en las veintiuna ediciones disputadas desde 1928.
Si en los años ochenta, la irrupción espontánea de la Quinta del Buitre permitió volver a la senda del triunfo regular, en la década de los noventa tan sólo se ganaron dos títulos de Liga. Y es que, pese a ser el equipo que más títulos atesora, la derrota en el Real Madrid ha sido más frecuente que la victoria. De las 46 participaciones en la copa de Europa se han ganado 10 y perdido 36. De 84 campeonatos de Liga, 32 terminaron con triunfo y 52 en derrota. De las 108 ediciones de la Copa del Rey, 19 se conquistaron y 89 resultaron infructuosas. Lo que nos ha distinguido como madridistas no ha sido ganar siempre, sino intentarlo con más insistencia y fe que los demás. Perder es lo normal.
También hay quienes han interiorizado que el músculo económico e institucional del club es un factor inherente al mismo, que el Madrid “siempre ha sido un club poderoso”; y en absoluto es así. Durante muchos años la afición del Real Madrid ni soñaba remotamente con la posibilidad de que se pudiese incorporar al equipo a uno de los considerados mejores futbolistas del mundo. El fichaje veraniego de turno era, por lo general, un jugador del que apenas se tenían referencias. Las dificultades económicas se hicieron patentes en los setenta, se agravaron en los ochenta y resultaron insoportables en los noventa, al extremo de que el club estuvo a punto de quebrar. La contratación del técnico del Milán, en el año 1996, fue una circunstancia que impresionó a una plantilla que no daba crédito ante un hito semejante, y hasta los primeros fichajes galácticos de Florentino Pérez se vivieron como una proeza; lo nunca visto.
Pero no sólo se trata del desconocimiento de un pasado lejano. En ocasiones también flaquea la memoria reciente. La persistencia en la no consecución de campeonatos ligueros por parte del Real Madrid durante los últimos años ha derivado en la máxima de que es un equipo “poco competitivo”. Basta un análisis desapasionado de lo sucedido para contradecir dicha aseveración. Que el Madrid contemporáneo no vive su periodo más prolífico es una obviedad. Es el soniquete del “una de ocho” para referirse a la soledad de la Liga de Mourinho en este árido intervalo de tonalidad azulgrana. Pero de dicha sequía lo más que podríamos inferir es que el Madrid no ha sido un equipo ganador. Y hasta que no se demuestre lo contrario una cosa es ganar y otra distinta es competir. Lo primero es un concepto que remite a un hecho concreto y hasta de carácter oficial. No admite interpretación. Lo segundo, ser competitivo, señala a quien ha luchado con opciones hasta el final o, si se permite, hasta el umbral de lo mínimamente exigible. Como así ha sido esta misma temporada.
Desde ese prisma, la media de puntos del Real Madrid en los siete campeonatos de Liga no conquistados en las últimas ocho participaciones ha sido de más de ochenta y ocho puntos, lo que hubiera bastado para ganar la Liga de Schuster, la última de Capello, las dos de Vicente del Bosque, la de Valdano y tres de las cinco de la Quinta del Buitre (ponderadas a campeonatos de veinte equipos y tres puntos por victoria).
Tres de estas temporadas perdidas -la de Pellegrini, la primera de Mourinho y la última de Ancelotti- constituyeron la segunda, cuarta y quinta mejor puntuación de la historia del club tras la Liga de los 100 puntos, que también se incluye dentro de ese periodo. En el ámbito internacional, el Madrid ha logrado clasificarse para semifinales seis temporadas consecutivas, es decir situarse de forma perenne entre los cuatro mejores equipos de Europa resultando finalista, cuando menos, en dos ocasiones. Así pues, habrá que convenir que, efectivamente, el equipo ha ganado poco pero, de ningún modo, se puede sostener que no haya competido.
Este desdén por el aparente escaso espíritu ganador del equipo se ha relacionado con otro mantra viciado: el de postular que a día de hoy “el club está en manos del vestuario”. Y no es que se niegue la mayor, que será más o menos matizable. Lo que resulta histriónico es singularizar en la actual plantilla una dinámica que ha formado parte de la idiosincrasia del club desde sus periodos más gloriosos. Manuel Fleitas fue despedido a mitad de temporada al ser incapaz de poner en vereda a un vestuario revuelto. Amancio fue destituido a petición de unos jugadores que asaltaron el despacho presidencial. Emilio Butragueño afeó públicamente su suplencia a Leo Beenhakker. Fernando Hierro calló a gritos en el terreno de juego al mismísimo Fabio Capello. Lorenzo Sanz admitía que Jupp Heynkes fue maltratado por la plantilla y Cañizares confesaba la autogestión por parte de los capitanes en la final de Ámsterdam. Zinedine Zidane acudió al despacho del presidente porque Figo no se la pasaba. Ronaldo Nazario se quejó a Florentino, delante de los periodistas, porque el entrenador le pedía correr en el entrenamiento y “resultaba absurdo que un pianista diera vueltas alrededor de un piano”.
En definitiva, el mejor club del siglo XX, desde sus albores ha estado en mano de unos protagonistas, que como en todos los lugares, tienden a arrimar el ascua a su sardina y, para ello, no solo han contado con la complicidad de los dirigentes sino de la propia afición, tendente como ninguna otra a idolatrarles.
Así que desde estas líneas no se pretende coartar la crítica ni la autoexigencia, sino simplemente reclamar que los juicios se hagan en base a unos postulados ecuánimes, precisos y ajustados a la realidad, pues de lo contrario, difícilmente las conclusiones (y por tanto las soluciones) a los problemas que ciertamente existen, van a ser las adecuadas.
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