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La fiesta nacional

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El Madrid es la Fiesta Nacional, o sea. El Madrid es una tarde de toros en el tendido de sol con aroma de puro y sabor a carajillo de Soberano, que rima con habano. El Madrid hace el paseíllo por toda España envuelto en su capote de paseo mientras sus rivales le lanzan los dardos de su envidia, que son como los alfileres de la toquilla de resentimiento con que se adornan cual manolas entre suspiros de pasodoble. Y el Madrid, cuando se siente torero con su traje de luces de blanco radiante, exhibe sin inmutarse su garbito pinturero que parece hecho a propósito para ilustrar carteles de toros sin necesidad de natural o pase de pecho con que llenar el cuadro.

raúl toreando

Yo he visto a Zidane eclipsar al sol de verano con el arte luminoso de sus verónicas, de sus chicuelinas y de sus gaoneras antes de cerrar la serie con una revolera en que la capa vuela y atrapa al duende antes de dejarlo escapar por un momento para darle aire, como al toro que mira fijo, rebelde y sometido, bufando ira e impotencia, preguntándose, como la víctima de un trilero, dónde está la pelotita. Y he sido testigo de cómo Juanito plantaba los pies en el verde albero para convertirse en un ¡ay!, en un recital de naturales ajustados, de trincherazos torerísimos, de molinetes con aroma de eternidad. He presenciado las manoletinas mirando al tendido, los quietísimos estatuarios de un tal Laudrup, torero venido del frío con el valor sereno de quien espera a la muerte para recibirla con el pase del desprecio.

Yo he contemplado a Butragueño desplegar la panoplia sin fin de las más bellas suertes ligadas en una danza despaciosa, hipnótica, desmayado el cuerpo, caídas las muñecas en un aparente desvalimiento que escondía la mayor fortaleza, la que somete al morlaco y lo envuelve en la muleta y lo conduce e a la suerte suprema, al triunfo que da la gloria. Mis retinas aún conservan las imágenes de Stielike y su toreo poderoso de parar, templar y mandar, o de Pirri o Camacho cargando la suerte y sometiendo al toro con la mirada, enseñándole quién era el más valiente sobre la arena.

Y qué decir de la fértil e insigne estirpe madridista de matadores. Aún me emociono con el recuerdo de Santillana no ya asomándose al balcón, sino saltando sobre él como un suicida en volapiés imposibles hechos de garra y de hombría, de hambre de gloria, para colocar estoconazos en todo lo alto que daban con el toro en la arena, convertían la puntilla en instrumento innecesario y hacían vibrar aficiones todavía tiernas como la mía con el estremecimiento de la verdadera grandeza, inoculando para siempre en ellas el madridismo eterno. He admirado la espada certera de Raúl, que sin dominar ninguna suerte de todas salía airoso en torerísimos desplantes con el toro a sus pies, y le he visto dar la vuelta al ruedo una y otra vez con el orgullo tranquilo de quien conoce que el éxito en el toreo, como en la vida, es cuestión de voluntad. Y he disfrutado del matador por antonomasia, de Cristiano Ronaldo, especialista en matar recibiendo, esperando muy torero al morlaco y a los pitones afiladísimos de la canallesca para asestarle la estocada hasta la bola en el hoyo de las agujas, y he sonreído por dentro al verle cortar las dos orejas y el rabo y salir a hombros de la plaza cantando altanero la canción del toreador antes de perderse con Carmen -o con Ava Gardner, que es lo mismo- en la habitación de su hotel para desesperación de los envidiosos.

Y sí, hay días y hay años en que el Madrid no se gusta, no está en torero, no encuentra el sitio, torea fuera de cacho y con el pico, y confunde desmayo con dejadez y torería con postureo, y el astado lo desarma una y otra vez y hace hilo con él, y lo empitona y lo levanta por los aires y lo vuelve a empitonar en una cornada con trayectoria descendente, y lo suspende entre sus astas y le secciona la femoral en una plaza de mala muerte, a una Liga de distancia del hospital más próximo. Hay días y hay años en que el Madrid recuerda demasiado a esos toreros que viven del pasado glorioso, que torean a la carrera en una lidia torpe y lastimosa, y que corren delante del toro tratando de esquivar las almohadillas que rebotan en su barriga, que se clavan en su orgullo y que erosionan las aristas imponentes de su gloria. Hay días y hay años en que la Puerta Grande de la Champions parece un sueño lejano que pertenece al pasado y en que la envidia, que es la forma que adopta la admiración cuando pasa por el tamiz de la impotencia, transmuta tristemente en humillante pitorreo, como si el público estuviera asistiendo, en lugar de a la ceremonia suprema del baile con la muerte, al sórdido espectáculo circense de la charlotada.

Hay días y hay años en que los enemigos del Madrid se crecen, ilusos e infelices. Pero que nadie se equivoque: las tardes de gloria del Madrid volverán, porque en estos tiempos convulsos hay cosas que siempre permanecen, y la que más permanece de todas es la grandeza del Real Madrid, que siempre vuelve porque nunca se va, que siempre gana porque nunca se retira de la cara del toro. La gloria volverá a caer bajo el peso de nuestro empuje, de nuestra historia, de nuestra ansia insaciable de triunfo, de lo que nos ha hecho el club más laureado del mundo. Porque la gloria nos pertenece, porque el Real Madrid es el único que puede llamarla suya, el único que ha merecido su más genuina sonrisa, el único que nació para conquistarla. Porque sin nosotros la gloria no tendría el mismo valor.

Así que mantengan el puro encendido y échenle otro chorrito de Soberano al carajillo. Volveremos, como tantas otras veces, a hacer un desplante en la cara de nuestros astados enemigos, porque el Madrid es mucho más que leyenda viva del toreo: el Madrid es la Fiesta Nacional.

 

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