Llega el Clásico, y otra vez estamos ante el fin del mundo. Una cosa que vino con Guardiola y ya no se fue más, es ese apocalipcismo de los Clásicos. La guerra de los mundos hay que ganarla aunque sólo sirva para sobrevivir otra semana. En este contexto, el primer Clásico de Benítez llega como una especie de Harmagedón. Toda la argamasa técnica, táctica e incluso moral, del equipo que está construyendo, será sometida a la prueba esa con la que los japoneses testan la fiabilidad de sus edificios frente a los hipotéticos terremotos.
La narrativa. Se va a hablar de eso. Se ha hablado ya. Benítez se ha visto forzado a tejer con remiendos desde que se lesionase hasta Herrerín. Casemiro es el músculo de su Estado policial. Pero no fue así al principio. Al comienzo, fue incluso bello. Fue socialdemócrata y liberal, como el mejor de las fábulas con las que soñase Ancelotti. Esos cuentos se perdieron en el aire, como un rascacielos construido con ceniza que se llevó el viento una noche fría en Turín. Pero las volutas se hicieron carne en San Mamés, y todavía no era octubre.
Fue con Modric, con Kroos y con Kovacic. Fue con un triángulo agresivo, con una interfaz entre el Madrid que fue y el Real que puede ser. No estuvo exento de riesgos. Los cimientos temblaron porque la pareja de centrales no fue la que tiene que ser. La grieta de Pepe inundó el sótano y Benítez tuvo miedo. Casemiro es su seguro a todo riesgo. La brigada acorazada que lo protege de todo, hasta de cometer el único riesgo que en el Madrid no está penado con la muerte, que es el órdago de la grandeza.
El centro del campo del Madrid ya no es natural. Me declaro fuera de toda jurisdicción futbológica porque yo de esto sólo sé lo que veo. Y lo que intuyo. Pero en la mente de la colmena blanca siempre cicatrican tarde las heridas abiertas por lo que pudo ser, si se hubiese sido más agresivo. Se guardará de Mourinho la melancolía, grabada en la fina película transparente con que está hecha la nostalgia, del conformarse y no tirarle a Moby Dick todos los arpones, en los únicos tres precisos instantes en que, durante los tres años que estuvo aquí, debió arriesgar. Barcelona, Bayern y Borussia. Los tres en el Bernabéu. Los tres en el umbral de la gloria.
El Clásico de hoy no es ningún umbral, acaso sino el de la cárcel mamertina para Benítez si la nación madridista ve morir a su equipo sospechando conformismo. Cada afición tiene su inclinación natural. La del madridismo es declararse la guerra a sí mismo, y alistarse en los combates más grandes sin preguntarse si está preparado. Eso siempre se descubrirá al final del camino, cuando ya no haya precipicio. Kovacic, Kroos y Modric. El estímulo primitivo de este grupo es la dominación, la desarticulación progresiva del enemigo. Aquel Athletic-Madrid de octubre lo prueba un poco, aunque bien puede ser que yo esté equivocado. Pero ha de percibirse la grandeza cuando lo que se espera del Madrid es que resista, golpee y venza. Hay más épica en el gesto de conquistador, en el parpadeo imperial con que la sangre que le palpita dentro al Madrid de todas las épocas estruja el pecho de sus aficionados, que en una remontada o en cualquier otra circunstancia.
Si Benítez manda tocar las trompetas de Jericó, no sólo puede ganar un partido o un Clásico. Se hará con un discurso. Es el primer paso que da el campeón para legitimarse.
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