Mi sangre es mayoritariamente francesa, tres de mis cuatro abuelos eran de allí, mi padre lo era, mi madre a medias lo es. Y toda mi cultura y mi educación viene de Francia. Mi lengua materna, toda la literatura que leí y que aún leo –Alexandre Dumas, Stendhal, Hugo, Camus, Molière, Vian y tantos otros– es francesa. Cuando me enfado alguna vez –ocurre muy de tanto en cuanto– mis exabruptos pueden ser en francés. Y mi ciudad por antonomasia es París, por supuesto, la conozco mejor que la palma de mi mano y la adoro, por tantas cosas.
No obstante, nací en España, elegí ser español de nacionalidad –pudiendo elegir ser francés–, me expreso siempre en español, escribo en español. Nacido en Madrid, y presumiendo allá donde voy de madrileño por los cuatro costados y predicando madrileñismo. También a veces soy andaluz, de Granada o de Málaga, a veces sevillano o cordobés. Y también catalán, quizás por lo bien que me lo he pasado tantas veces –cientos de viajes– en Barcelona, sus restaurantes de diseño, su riqueza arquitectónica. Muy vasco, tras haber pasado allá innumerables vacaciones de niño, bien cerca de San Sebastián o en la parte vasco-francesa, con su imponente gastronomía, paisajes feéricos y océanos bravíos. Y cómo no, castellano recio de ambas Castillas; y muy de las buenas tierras extremeñas. Y de Asturias, de Cantabria y Galicia.
La lengua que me permitió crecer en mi trabajo, sin embargo, es la inglesa. El 80% de mi trabajo escrito es en inglés, mis presentaciones son en inglés, mis reuniones, conferencias y video conferencias son en inglés. Me gustan muchos aspectos culturales ingleses, mucha de su literatura –Shakespeare, Stevenson, Conan Doyle, Conrad–, los desayunos ingleses para mí son superiores, y algunos de sus modus vivendi, como el cariño que profesan por sus mascotas. Y The Beatles, claro, por favor. Me siento a veces un poco inglés, mis hijas van a un colegio británico, cuando pude haberlas enviado perfectamente a mi querido colegio de la infancia, el Lycée Français de Madrid. Pero no dejo también de sentirme americano (norteamericano), ya que toda mi cultura cinematográfica proviene de aquel cine, de John Ford, de Hawks, de Capra, de Huston, de Kubrick, de Orson Welles. Esa cultura que a veces en la vieja Europa se menosprecia pero que a nivel laboral predica el esfuerzo, la constante mejora, la innovación, el levantarse siempre nada más caer en la lona. Y el premiar a los mejores. Y el respeto al talento.
La lengua que me permitió crecer en mi trabajo es la inglesa
Hace ya casi 20 años que trabajo en una compañía japonesa, y a veces también me siento japonés. Cuando estuve hace unos años en Japón, donde pasé dos semanas en Tokio, me sentí abducido y a la vez encandilado por ciertos aspectos de su cultura, por tantos momentos de meditación y de búsqueda de paz interior, ese equilibrio yang-ying tan oriental, la gastronomía tan sana –y deliciosa– que se consume, la cual confiere a los japoneses en general una mejor calidad de su piel y menores riesgos cardiovasculares. Una vez allí, intenté convencer a mi empresa para que me dejaran quedarme allí una temporada, para infiltrarles algo de mi mentalidad occidental en sus normas orientales, pero no lo conseguí.
Y también tengo algo de portugués, tantas vacaciones pasadas allí, esa cordialidad que en España se va perdiendo por desgracia poco a poco, buenos modales, maravillosos paisajes y bonanzas gastronómicas. Siempre me pareció que España y Portugal deberían de estar más unidas en muchos aspectos por tantas raíces en común.
A veces puedo ser un tanto alemán, por mi trabajo voy muchísimo allí, y también de allí he aprendido valores que en latitudes latinas a veces están desempolvados: la puntualidad, el rigor a la hora de informar, la estructuración en la forma de trabajar. También soy austriaco por Mozart.
Y siempre fui algo italiano, quizás por ese país tan bello que es Italia, de Norte a Sur, los paisajes maravillosos de la Toscana, la campiña del Lazio, la Campania, Venecia. Esa lengua tan musical, más bella no la hay –o si la hay yo la desconozco–, las más maravillosas óperas de Puccini, de Verdi y de Mascagni, la patria de Buonarroti, Da Vinci y Collodi, las iglesias renacentistas, la huella del Imperio Romano –o aún del Etrusco– allá donde fueres.
Y algo de belga claro que tengo, mi cultura de “bandes dessinées” –vulgo cómics– viene toda de allí. De joven podía pasearme casi con los ojos vendados por Bruselas o por Lieja y conocía todas y cada una de las tiendas de tebeos.
Resumiendo: nacionalidad española, pienso en francés, hablo en inglés, vivo de un sueldo que me pagan los japoneses, veraneo a menudo en Portugal con amigos alemanes e italianos, leyendo las aventuras de Tintín con mis hijas. Me encanta no estar limitado a una localidad, a un país o incluso a un continente.
Pero fuera de esta ensalada de nacionalidades y de idiomas, mi verdadera pasión y de donde realmente me siento es del Real Madrid. El Real Madrid es mi verdadero país y mi patria verdadera. Se trata de un “Club castizo” como dice su himno original, y a la vez es el más universal del mundo. En el que cabemos todos. En el que no te discriminan por ser de fuera de Madrid. Ni por ser de fuera de España.
Club de valores, de la cultura del esfuerzo, de la constante mejora, de la búsqueda de la excelencia, de cultura solidaria (“Club castizo y generoso”), alejado de la política y de las limitaciones impuestas por las barreras geográficas. Un pasaporte o un DNI no significan nada más que un trozo de papel o de plástico. Imponen límites. El RM abre las mentes y las fronteras, es libertad, ilusión, imaginación, esperanza.
Quien repase la letra de su himno original podrá comprobar las palabras que en él se incluyen, todas ellas positivas, vitalistas y optimistas: gloria, limpia, nervio, corazón, laureles, respeto, emoción, noble, caballero, honor, triunfar, buena lid, fiel hermano.
Fundado en sus orígenes por catalanes, con mayoría de vascos en los años 20 y 30, puesto en el mapamundi por un manchego de Almansa, universalizado gracias a un argentino (Don Alfredo), un cántabro (Don Paco) y un húngaro (Don Ferenc), entre otros; único club capaz a la vez de ganar una Copa de Europa con 11 españoles (1966) y otra con 9 no españoles de inicio (2016 en Milán); cuyos ídolos pueden ser gallegos como Amancio, ceutís como Pirri, madrileños de la calle Narváez o de la Colonia Marconi, franco-argelinos de Marsella, portugueses de Madeira, brasileiros de Rio o costarricenses de Pura Vida.
Club abierto, plural, multinacional y multiétnico. Club libre, perteneciente a sus socios, no a inversores que sólo piensan en el factor negocio. Club solidario lo mismo con el terremoto de Lorca, con el Real Oviedo, con el decano Recreativo o con la Real Sociedad. Club que no entiende a los que nos dicen que “no lo pueden entender”. Club que no es más que un club, que solo es un club, pero que es el mejor club. Con mucha diferencia. “Esto es el Madrid, la Institución Deportiva más grande de todos los tiempos, no una casa de Puttas.”, como dijo Season Nueva taberna en esta misma web.
El Real Madrid es un club abierto, plural, multinacional y multiétnico
A finales de los años 60, un día al cruzar en coche la frontera en Irún hacia Hendaya, a mi padre se le había olvidado el pasaporte en Madrid y los gendarmes franceses le dejaron pasar a Francia cuando les enseñó su carnet del Real Madrid. Imagínense: la España de la dictadura y la Francia del progreso y de las libertades (acababa de ocurrir “el mayo francés” del 68) unidas por una pasión/admiración común, la del Real Madrid C. de F. Un socio del Madrid debía ser –por lo menos– buena e intachable persona para esos gendarmes, así que le dejaron pasar tranquilamente la frontera.
Estos días están pasando en RMTV, por ejemplo, en su programa 90 Minuti, las distintas celebraciones por el mundo de los madridistas al conquistar la Duodécima en Cardiff: Casablanca, Atlanta, Varsovia, Tegucigalpa, Delhi, Medellín, Sydney, Budapest… Qué tendremos que ver con aquellas gentes… Ellos no comen cocido, ni están a 43 grados en junio, ni cenan a las once de la noche. Posiblemente algunos de ellos ni comprendan el español. Ni habrán venido nunca al Bernabéu. Pero saben de qué va esto. De una patria, de una casa común para todos; de una pasión sin límites por buscar siempre la victoria por todos los medios lícitos para conseguirla; por un respeto reverencioso por los rivales; por siempre negarse a rendirse pese a las adversidades.
Cada día me enorgullezco más de ser socio y seguidor apasionado del Real Madrid. En casos como el que está ocurriendo ahora mismo con Cristiano, en el que una vez más se demuestra que no hay nadie, por muy grande que sea –presidente, entrenador, jugador– que esté por encima de la entidad. Como perfectamente escribió hace unos días Jesús Bengoechea en un tuit: “Se diría que el barcelonismo considera a Messi más grande que el Barça y que el madridismo considera al Madrid más grande que CR”. Y esto no pasa por casualidad, la cultura intrínseca que llevamos marcada a sangre y fuego los madridistas es así: el Real Madrid siempre debe de ser lo primero.
Por eso el Madrid es mi verdadera patria.
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