El Barcelona le ha remontado un 4-0 al PSG y de pronto todo parece sacudido por un cataclismo. El empuje y la convicción del equipo de Luis Enrique son insoslayables, pues para revertir una desventaja así hay que quererlo mucho, y hay que quererlo fuerte. En ese sentido la energía desplegada por el Barcelona fue admirable, incluso heroica: no es fácil saltar al campo creyendo posible destrozar tamaña losa, se necesita un punto de fe suicida que le haga a uno despreciarlo todo. Pero quererlo no es suficiente. También se precisa de un rival equivocado desde el principio y con la predisposición adecuada para inmolarse. Y errores, errores gruesos, del árbitro.
Hubo todo eso en el Camp Nou. Naturalmente, el Barcelona pasó. Fue una drôle de remontada, en donde los parisinos honraron la tradición francesa de Vichy: la línea Maginot era el Muro de Juego de Tronos al lado de lo que planteó Unai Emery. El Barcelona pasó volcando emocionalmente el partido hacia el lado de Trapp: no hubo muchas ocasiones, y casi ninguna clara, pero bastó con una constante sensación de debilidad francesa, fue suficiente con que esa debilidad se asentase en el excitado ambiente del estadio. Los jugadores locales la percibieron como el tiburón que huele la sangre derramada en el mar. También fueron imprescindibles los errores, errores gruesos, del árbitro.
En el fútbol contemporáneo tan importante es lo que pasa en el campo como la forma en que luego se cuenta. Ha sucedido que o bien esos errores se han extirpado del análisis de muchos periodistas y comentaristas o, por el contrario, han sido reseñados como incidencias menores. Desde el mismo pitazo final se puso en marcha una multitudinaria avalancha de tuits, portadas, noticias, comentarios y publicaciones exaltando la trascendencia histórica del resultado. “La remontada más grande”, “Historia del fútbol”, “viva el fútbol”, “legendario”. La profusión de elogios e hipérboles ha manado con la fuerza torrencial del monzón. Sin embargo no ha sido desde las cabeceras filobarcelonistas habituales, como Sport o Mundo Deportivo: la drôle de remontada ha sido una de esas citas que han excitado y emocionado a todos esos seguidores no practicantes, a los imparciales, a los equidistantes, a los predicadores del “periodismo sin bufanda”, y a los que sólo asoman el hocico por el fútbol cuando el Madrid hace el ridículo o cuando el Barcelona “entra en la Historia”.
Es el espíritu del tiempo, de la época. La campaña de Bein Sports resulta paradigmática: bajo las etiquetas grandilocuentes se pretende diluir todo lo que la realidad objetiva tiene de molesta (los penaltis no pitados al PSG, o los pitados al Barcelona, fenómenos observables que, naturalmente, no pueden mutar, pues ocurrieron aunque su recuerdo acabe diluido como lágrimas en la lluvia) para sublimar en cambio falacias cuya carga de profundidad va dirigida, por omisión, contra el adversario natural. Aquel que detenta la posición histórica a la que aspira tanto el barcelonismo como el antimadridismo. El Madrid, claro.
La sombra de la duda solo está ampliamente aceptada cuando se arroja sobre los éxitos madridistas
Estigmatizar la queja y cosificarla, convertirla en algo de frikis, o de algo peor, ¡de perdedores!, es una estrategia tan astuta como efectiva. Sólo existen dos aficionados: el Roncero, el Cristóbal Soria, o el que no tiene sexo, el analista querubín. La queja, o mejor, la insinuación fenicia, la sombra de la duda deslizada en tono indulgente, sólo está ampliamente aceptada cuando se arroja sobre los éxitos madridistas. El aficionado blanco, reo de un pasado supuestamente pérfido y hasta criminal (los botijos manchados de sangre) y en todo caso sórdido, opaco y poco ejemplar, ha de callarse y como dice el himno,dar la mano y aplaudir. Comulgar, en corto y por derecho. La eucaristía en que se funden opinión pública, medios tradicionales, creadores de opinión, analistas y “hombres de fútbol” no tolera disidencias, de modo que el que no quita lo valiente aun siendo cortés cae guillotinado por el magnífico artefacto de la estigmatización, un invento realmente útil.
Convertir a la masa social de tu archirrival en una horda conspiranoica es como castrarla, y como poco, la desactiva como fuerza crítica de relevancia, aunque numéricamente sean más. Uno no puede desasirse de esa tenaza social perfecta: si te gusta el fútbol has de meterte, amén de la lengua en el culo, dentro de la famosa foto de Messi y confundirte manso con una de esas manos que adoran a la deidad ecuménica que todo lo une: a barcelonistas con todos los que quieren que el Madrid deje de ser el Madrid, a antiimperialistas, ecologistas, amantes de todo lo bueno y amable, anticapitalistas, animalistas, atléticos y gente que recicla. Al fin y al cabo, en el lado equivocado de la Historia hace mucho frío, y se está escribiendo la del fútbol del siglo XXI.
La entrada El show de Truman aparece primero en La Galerna.