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Barsa, la película

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Yo ayer dije que si fuera jeque hubiera despedido a Unai Emery ipso facto. Incluso me alineé con todos aquellos que afirmaban que buena parte de la culpa de la estrepitosa derrota del París Saint Germain (sumada a lo obvio, lo despampanante o lo escandaloso, lo histórico por significar un antes y un después en la historia de la infamia) de lo que aconteció ayer en Barcelona, la tenía el planteamiento del vasco.

Hoy me desdigo y afirmo que si fuera jeque mantendría al desdichado entrenador en su puesto. Otra cosa es que él tenga fuerzas. La gravedad de la actuación arbitral a la que se asistió ayer en la máxima competición del fútbol mundial obliga a no tener en cuenta este deporte, el fútbol, ni sus aspectos técnicos, ni estéticos, ni pasionales, ni pundonorosos. Todo lo que se podía aducir para justificar, elogiar o menospreciar las victorias o las derrotas ha quedado inservible.

El fútbol profesional, el fútbol profesional con el Barcelona incrustado como camafeo central y simbólico, es como aquella historia de Rocco y sus hermanos, en la que todo servía para ayudar a Simone: la ocultación, la sumisión, la violación que conduce a la destrucción de todo en lo que uno puede creer. Yo hoy creo que hay que ayudar a Emery para que no acabe como Nadia, aquella antiheroína de Visconti, enamorada de Rocco, abandonada por él y muerta a manos de Simone tirada en un arroyo de París.

La sucesión de desmanes arbitrales, acompañados de su aceptación como remontada heroica no ya entre los propios aficionados barcelonistas sino entre la prensa mundial, cierra el círculo de la ignominia. Ya nada volverá a ser como antes. Palabras como “derbi”, “clásico”, “remontada”, “tiquitaca”, “épica” o “heroísmo” han perdido su significado. Pese a los voceros y a las ovejas, pese al velo mundial que desconsideramente (lo delicado, lo sutil en el tratamiento de la mentira ya no da para más) se ha dejado caer sobre este episodio denigrante que parece una coproducción cinematográfica por la calidad y la cantidad de gente que la ha hecho posible.

Esto ya no es la serie televisiva a la que estábamos acostumbrados. Ayer se estrenó ‘ Barsa, la película’ y, mientras el barcelonismo celebraba jubilosamente su propia vergüenza, los títulos de crédito iban cayendo inexorables formando en el suelo, debajo de la pantalla, una pasta viscosa de la que ya nadie podrá librarse.

A partir de ahora, cuando alguien vea fútbol en la televisión tendrá que sentarse sobre ese mejunje hediondo, de igual modo que quien asista a los estadios habrá de caminar por su interior como si participara en aquella fiesta del senador romano de Astérix en Helvecia, donde los invitados terminaban recubiertos de queso fundido tratando de no perder su trocito de pan (como su honra) en la marmita. Todo aquel que acceda a formar parte de esta orgía, y seremos muchos por diversas razones, pedirá viciosamente su ración de latigazos como premio de este juego que ya viene de fábrica con su grotesco ganador.

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