Se me da mal hablar de sensaciones de cara a una final de la Champions League, porque a las 12:00 tengo unas y cinco minutos después han cambiado por completo. La realidad es que en enero no esperaba nada de esta temporada y ahora estoy nervioso porque mi equipo tiene una cita con la Historia en Milán. Llevo tiempo defendiendo que Zinedine Zidane esconde algo que va más allá de ser buen o mal entrenador, buen o mal estratega. Tiene un estrecho vínculo con la Copa de Europa que convierte lo del sábado en un sueño posible del que despertaremos, ojalá llorando de felicidad, pasadas las 22:30.
Me encomendaré a Keylor Navas, a la BBC y al fútbol, ese que, según muchos, le debe algo al Atlético de Madrid. Normalmente debes más a quien más te da, por lo que nunca entenderé que no sea el Real Madrid el que tiene algo que pedirle a este deporte, sobre todo a una Copa de Europa a la que dimos la mano en sus primeros pasos.
Beberé antes del partido para templar los nervios y después para festejar o ahogar penas -durante el encuentro, ni comida ni bebida, porque soy de los que tienen el estómago cerrado desde el pitido inicial hasta el final-, que para eso se inventó el alcohol. Lo que no logrará el ron es que, sea cual sea el resultado, grite con sinceridad que “te quiero, Real Madrid” y que gracias por permitirme vivir otro de esos partidos que te reconcilian con el fútbol, la bebida y la vida. ¡Hala Madrid!
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