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El amo del barrio

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Ayer por la noche decidí que hoy saldría a la calle a pavonearme. Motivos tengo como drogas mortales tenía el boticario de Romeo. He dormido plácidamente, literalmente a pierna suelta, y he amanecido con la luz del sol de la primavera del Madrid acariciándome los párpados, colándose dulcemente por las rendijas de la persiana.

Mi cuerpo ha crujido con tal sabiduría y placer al incorporarme, ¡salud a mí!, que he tenido que emitir un bostezo poderoso en honor y gloria de Cristiano Ronaldo. Mi hija Candela me llamaba. Últimamente tiene la costumbre de esperarme de pie sobre su cuna, agarrada a los barrotes y saltando y gimiendo como una pequeña y bonita tifosi.

Yo la he cogido en brazos como un padre amoroso, un padre recto y bondadoso y proveedor, la he besado como un Papa y enseguida se la he dado a su madre, a su mamma, esposa mía abnegada, bella y delicada y discreta. Yo hoy tenía cosas importantes que hacer y una hija, una figlia, debe estar con su madre, siempre cerca de sus faldas largas y honradas.

La noche anterior le había pedido a mi amada esposa que me preparara para desayunar cannoli y cremolata de pistacho con higos frescos. Una verdadera comida triunfal (para empezar un día triunfal) que me esperaba ya sobre la mesa. Mi traje de las grandes ocasiones estaba planchado y listo sobre la cama, y procedí a vestirme con el ceremonial del torero español.

Ante el espejo abroché con cuidado el botón superior de mi blanca camisa; anudé con fruición mi corbata blanca; ajusté la cintura de mis pantalones blancos a mi blanco y esférico vientre sujeta por mis blancos tirantes que coloqué sobre mis blancos hombros con un brioso movimiento de pulgar, a modo de remate ronaldesco.

Mi blanco chaleco se deslizó a lo largo de mis brazos mientras en el gramófono Mario Lanza cantaba O Sole Mio, un regalo de mi amigo Fredo; abroché sus botones lentamente, tarareando, paladeando la hermosa melodía napolitana de Di Capua. Me senté en la descalzadora del dormitorio y y me calcé los botines limpios, cepillados, relucientes, y los cubrí con mis polainas blancas.

Me puse la chaqueta, mi chaqueta larga, de chaqué, blanca y suave. Me calé el sombrero y rodeé mis hombros con la capa, besé a mi hija y a mi mujer y pasé por la barbería donde pedí un rasurado con masaje y perfume y brillantina. Ya sólo quedaba disfrutar. Más aún.

En la calle, en el barrio, los vecinos me saludaban con reverencia. Levantaban sus gorras e inclinaban el tronco. Yo les correspondía, con la barbilla alta, ladeando la cabeza graciosamente. Querían tocarme y yo les complacía ofreciendo las yemas de mis dedos.

Pasé por la iglesia e hice un donativo cuantioso. Saludaba a un lado y a otro de la estrecha rúe con el dorso de mi mano enguantada de blanco, un blanco dadivoso. Hacía generosas y sutiles y brillantes bromas y chanzas: hablaba en alto y forzando el acento del genio de Benzema comparándolo con el de los grandes artistas del Renacimiento, del poderío de héroe griego de Ronaldo, de la naturaleza de cardo tártaro de Casemiro, del brío impetuoso y corajudo del legionario Carvajal que corre haciendo juegos de palabras latinos, de los hados, de los idus venturosos y los tenderos, el pueblo, a mi alrededor se reía, lo celebraba, movía los brazos, humedecía su miradas, se postraba a mi paso.
Yo era el autobús de un campeón mítico atravesando masas enfervorizadas que gritan enloquecidas agitando banderas. Cómo me gustan estos días. Yo, perdonen que no me haya presentado antes, me llamo Massimo Fanucci, Don Fanucci, y soy el amo del barrio.
Fanucci

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