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Cristiano Ronaldo, el impenetrable héroe randiano

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Hay algo inescrutable en la persona de Cristiano, como en su rostro. Un cierto misterio, un rincón que siempre queda en penumbra. Cristiano, uno de los personajes públicos con mayor proyección en los medios de comunicación de todo el orbe, dueño de una imagen que cuenta su valor en millones de euros, guarda, sin embargo, un reducto de intimidad tras una gruesa pared que no ofrece a la luz rendija alguna por donde colarse. Sabemos de sus parejas, de su madre, de sus hijos, de sus amigos y, por supuesto, de su representante, pero nunca llegamos a conocer realmente al ser humano Cristiano Ronaldo. No me refiero aquí a esa abyecta curiosidad de vieja chismosa sobre la vida personal de Cristiano, incluída su orientación sexual (la vida sexual de las personas pertenece por derecho natural al ámbito de la más estricta intimidad, y por tanto no sólo es legítimo sino deseable que se sustraiga a ese morboso y obsceno interés que nunca debería ser público); estoy aludiendo a algo mucho más importante y definitorio de su personalidad: apenas conocemos a ciencia cierta qué piensa Cristiano Ronaldo.

Sea fruto de una naturaleza reservada o el resultado de un mecanismo de autodefensa convertido en hábito a fuerza de ejercitarlo, lo cierto es que la exégesis del pensamiento ronaldiano presenta dificultades a menudo insuperables. Cristiano juega al póker cada vez que habla en público y su rostro de facciones angulosas y mirada dura y penetrante (sus ojos parecen querer taladrarnos desde esa negritud insondable bajo la que acaso se esconda el otro lado de sí mismo) casi siempre nos impide adivinar cuándo estamos ante una opinión genuina y cuándo nos encontramos ante un farol o una maniobra de distracción. Así, todo cuanto dice queda oscurecido por la incómoda sombra de la duda: uno nunca sabe cuándo creerle y cuándo no.

Ello se traduce en la imagen de un ser distante, calculador, frío, poseedor de un control absoluto de sus emociones. Sólo su irrefrenable ambición parece tener permiso para manifestarse, y posiblemente ésa sea la causa de que lo haga con tanta fuerza y tanto estrépito. Se trata del chorro de aire que escapa con un silbido de dolor a través de la espita que libera la presión insoportable, como si su cabeza fuera una olla cerrada herméticamente en la que sus emociones quedaran atrapadas y sometidas a un continuo proceso de calentamiento. De ahí también su reputación de egocentrismo: Cristiano sólo parece feliz y relajado cuando consigue sus metas personales, que no son precisamente modestas sino que invariablemente giran en torno a ser el mejor jugador del mundo y convertirse en un futbolista de leyenda. Se le acusa también (llegando a límites tan miserables como los que recientemente hemos visto) de ser víctima de un narcisismo desaforado, y uno se malicia que Cristiano acentúa ese narcisismo como forma última de reírse de su legión de odiadores, administrándoles taza y media de sí mismo a quienes hipían hipocritonamente y se hacen de cruces ante la sola mención de su nombre (narcisismo, por otra parte, que en mayor o menor medida concurre en casi todos los jugadores de fútbol profesional; repárese, si no, en la interminable colección de peinados estrambóticos, tatuajes y vestimentas estrafalarias con las que nos regala el futbolista medio. Narcisismo y mal gusto no suelen ser incompatibles, antes bien acostumbran a ir de la mano).

cristiano acentúa ese narcisismo como forma última de reírse de su legión de odiadores

Sea como fuere, ese hermetismo acaba levantando una barrera emocional casi infranqueable, una suerte de muralla, entre la estrella y gran parte del madridismo. A Cristiano se le admira, se le disfruta, pero rara vez se le quiere. Falta ese elemento de cercanía humana, esa conexión cordial que a veces llamamos carisma y que hace que el aficionado sienta que su corazón vibra en sintonía con el de su ídolo (Nadal sería el extremo opuesto). El aficionado siente gratitud hacía Ronaldo por sus inconmensurables contribuciones a la causa madridista, pero en términos generales no se alegra ni sufre con él. Es una relación que se diría está alimentada por el interés común en lugar de por el cariño verdadero, como si revolotease en el ambiente un secreto impreciso que minara la confianza, una amenaza latente y sutil de ruptura inevitable que contaminara fatalmente la vida en pareja, impidiendo su plenitud. Cristiano no proyecta la idea de un patriota dispuesto a morir por la causa madridista, sino la de no tener más bandera que su ambición ilimitada. Seguramente hay recetas mejores para conquistar el corazón y el calor de los aficionados.

Y puede que esté bien así. Puede que no necesitemos amar a Cristiano Ronaldo y nos baste con admirarlo profundamente, como se admira a los héroes de las novelas de Ayn Rand. Acaso la grandeza del Real Madrid, como cualquier creación humana extraordinaria, no esté cimentada sobre arrebatadas declaraciones de amor volubles como el viento, sino sobre la constancia, el esfuerzo, la auto-exigencia, la ambición innegociable y el individualismo atroz que acaba revirtiendo en favor del equipo. Porque al fin y al cabo, Cristiano Ronaldo, a fuerza de perseguir desacomplejada e insaciablemente su propio éxito, es el atlas que lleva soportando el Real Madrid sobre sus hombros durante los últimos diez años. Congratulémonos pues, mientras podamos, por contar en nuestro equipo con esta gloriosa encarnación de la doctrina de Rand. No es para menos.

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