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El torneo de baloncesto, un regalo de Navidad

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Hubo un tiempo en que la Navidad era una fiesta íntima y recogida en la que se cantaban villancicos en castellano cuyo origen se remontaban a los siglos XV y XVI. Las castañas asadas inundaban las calles de su aroma y calentaban las manos de los niños, que apenas conocían a ese personaje absurdo vestido de rojo que hoy aparece de forma empalagosa hasta en la sopa. Hubo un tiempo en el que la Navidad y el baloncesto estaban indisoluble y felizmente unidos, y mucha gente esperaba el Torneo del Real Madrid como un regalo más de Navidad.

El autor del milagro no fue otro que ese hacedor de sueños que gobernó el club durante años con la aquiescencia de Santiago Bernabéu. Mucho antes de que el televisor fuera un producto mayoritario en España, Raimundo Saporta había adivinado la importancia que las transmisiones iban a tener en el futuro del deporte, pero Televisión Española -entonces la mejor de España, José María García dixit- le reclamaba más partidos internacionales para que las negociaciones sobre la Copa de Europa de la canasta cristalizaron en un contrato.

En este estado de cosas, se le ocurrió organizar un torneo internacional por estas fechas y dar satisfacción a las demandas del llamado “Ente”. Bernabéu, fiel a su estilo, aclamó la brillantez de la idea, pero le sugirió que buscase financiación por otro lado. Saporta volvió a dar a la cuerda de su imaginación y propuso a la Federación Internacional de Baloncesto la creación de la Copa Internacional, que, por supuesto, y para cumplir las pretensiones de televisión española, tendría formato de Torneo. De un plumazo, el mandatario madridista consiguió gratis la difusión que buscaba, atrajo el patrocinio de Philips -que la marca holandesa mantuvo hasta 1980- y dio origen a dos torneos que tuvieron vidas separadas.

Porque la primera edición mixta, que sirvió además para inaugurar el Pabellón de la Ciudad Deportiva con el que se redondeó la fiesta, no se celebró en estas fechas, sino en torno a las de la llegada de los Reyes Magos. Apenas un año después, en diciembre de 1966, volvió el Trofeo por primera vez en Navidad, ahora con el nombre de Copa Latina. Y no sería hasta el año siguiente cuando ,en su tercera repetición se bautizaría, por fin, como Torneo Internacional de Navidad, del que la FIBA continuaría como organizadora y el Madrid como equipo local. Por su parte, la Copa Intercontinental siguió su propio camino con la vocación de reunir a los campeones continentales del baloncesto no profesional fuera de las fechas navideñas.

El hecho fue que, tras el laborioso e imaginativo comienzo, el Torneo pasó a integrarse con rapidez en la lista de las tradiciones navideñas de los hogares españoles, como la cantinela de los niños de San Ildefonso, el discurso del Rey, el concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena y los saltos de esquí del trampolín de Garsmich. Favorecido por el hecho de que solo hubiera dos canales televisivos y por la novedad y calidad de los rivales madridistas, el deporte más televisivo -según dicen los estadounidenses, que de esto deben entender algo- llamó en enseguida la atención del público.

Apenas hacía tres años que había tenido lugar la primera transmisión de un partido completo. El 31 de marzo de 1963, los telespectadores habían descubierto un nuevo deporte en unos cuartos de final de la Copa de Europa entre el Real Madrid y el Honved de Budapest, el primer partido íntegro que ofreció Televisión Española. Pero sería en la espera de la cena de Nochebuena y en la sobremesa de la Navidad cuando el baloncesto entró de forma definitiva y masiva en el hogar de millones de españoles. Saporta podía haber proyectado su torneo en otro momento, pero eligió unir el baloncesto con las fiestas más familiares y, una vez más, dio en el clavo y de qué forma.

Y claro, yo era un niño más que muy pronto se sentó embobado a ver cómo aquellos gigantes de carne y hueso libraban batallas memorables. Tanto me impactó, que el primer recuerdo que guardo en la memoria de una trasmisión deportiva televisada es el Torneo de Navidad del Real Madrid. El 6 de enero de 1966, al tiempo que Clifford Luyk se disponía a lanzar dos tiros libres, mi padre le explicaba a un vecino que no era Luis quien jugaba “Luyk, Luyk, que es norteamericano”, insistía el señor Llorente enfatizando y alargando la k. Allí estaba yo, viendo por primera vez aquel juego que cambiaría mi vida. Meses después, el Madrid de fútbol ganaría la sexta con el equipo yé-yé- capitaneado por mi tío, don Francisco- de cuyas semifinales y final también conservo intensos recuerdos televisivos.

La lista de equipos ilustres que pasaron por el torneo fue tan extensa como sorprendente. Tanto que ni siquiera la prodigiosa mente del padre de la criatura habría sido capaz de imaginarla. Campeones de Europa y Sudamérica, las mejores selecciones FIBA de aquellos años -la Unión Soviética y Yugoslavia- y algunos de los mejores equipos universitarios de los años 70, como North Carolina (en dos versiones, a cual mejor) y Tennessee. Como aclaración he de añadir que, amén del escaso contacto que había en aquel entonces con el baloncesto estadounidense, las universidades eran temibles porque los jugadores tenían que cumplir al completo su ciclo universitario. Hoy, pocos lo cumplen.

Si la lista de conjuntos es impresionante, la de jugadores legendarios todavía llama más la atención. Desde dos jóvenes de puntería mortífera que terminarían siendo máximos anotadores de la NBA, Bob McCadoo y Bernard King, hasta una relación de históricos del Real Madrid y del baloncesto europeo y sudamericano que por sí sola refleja la dimensión de aquel extraordinario acontecimiento: Emiliano, Sevillano, Luyk, Urbiratán, Brabender, Corbalán, Tkachenko, Sabonis, Kikanovic, Delibasic, Fernando Martín, Nate Archibald, Óscar Schmidt, Petrovic, Sabonis, Kukoc, Radja, Volkov, Jamchi, Bodiroga y Djordjevic, entre otras muchas figuras y amigos que acaparan tantos méritos como los citados, pero que espero sepan disculparme la omisión, fruto tanto de la escasez de espacio como de memoria.

Ciertamente, ante tanta gloria del baloncesto, a uno casi le da vergüenza citarse. Y si lo hago, solo es para poner de manifiesto que nunca estaba el público más propenso a divertirse y a animar al equipo que en aquellos torneos. Cuando me preguntaban si no me suponía un sacrificio jugar en esas fechas, siempre replicaba con incredulidad: “¿Un sacrificio poder celebrar estas fiestas con tantos aficionados?”. Nunca me sentí tan especial en una cancha de baloncesto como en aquellos Torneos de Navidad que ya no volverán. Y no lo lamento por mí, que tuve la fortuna de poder disfrutarlos y que por ley de vida tarde o temprano tendría que dejar de hacerlo, sino por tantos aficionados que perdieron este regalo y por muchos más que ni siquiera llegarán a poder añorarlo.

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