Me enamoró el Zinedine Zidane entrenador la temporada pasada. Creo firmemente que revolucionó el fútbol en cuanto a gestión de vestuario se refiere. Consiguió meter en dinámica a casi toda una plantilla en la que la mayoría son internacionales y se miran siempre al espejo pensando que nadie es mejor que ellos. Lo logró, además, con una abrumadora normalidad en tiempo de extravagancias y miles de focos. Dejo a un lado el aspecto táctico pese a que ha demostrado, en partidos grandes, ser un buen estratega: la final de Cardiff y muchos de los minutos de la eliminatoria contra el Bayern son buenos ejemplos.
Digo que dejo a un lado el aspecto táctico porque, a mi modo de ver, el éxito cosechado la temporada pasada radicó en la habilidad que mostró Zidane a la hora de mover las excelsas piezas del puzzle. Incluso Cristiano Ronaldo, otrora indiscutible y cegado por los minutos y los récords, se plegó ante la pausada lógica del entrenador francés en beneficio del colectivo. Zidane contó con todos y la respuesta fue inmejorable. La Liga, de hecho, la terminó de ganar con una segunda unidad comandada por Isco -acabó asentándose en el once inicial-, Asensio y Álvaro Morata. No le temblaba el pulso a la hora de mezclar titulares y suplentes o de, directamente, tirar del mal llamado ‘Equipo B’ en partidos como, por ejemplo, el de El Molinón. Salió bien. Salió extraordinariamente bien. Y no fue casualidad. Tampoco flor. Fue Zidane. Un Zidane impecable que sólo resbaló al no dar más protagonismo a Morata y Asensio en el arreón final. Sin embargo, esa es una opinión muy personal que perfectamente puede quedar invalidada si uno mira los imponentes números cosechados por el Real Madrid en el último tercio de la temporada pasada.
Quizá por eso me cuesta tanto entender lo que está sucediendo en estos primeros meses de la 2017/2018. Todo ha cambiado demasiado cuando el cambio debía ser mínimo. Zidane confía ciegamente en su guardia pretoriana, pero ya no tanto en los fieles escuderos que esperan pacientes su oportunidad. La segunda unidad casi no existe. Theo, Ceballos, Llorente y Borja Mayoral suman apenas ochocientos minutos entre los cuatro cuando el Real Madrid ha disputado ya más de veinte partidos. Kovacic y Vallejo entran en la ecuación, pero en sus respectivos casos los problemas físicos han tenido mucho que ver.
La situación se agrava al ver que algunos de los titulares están muy por debajo de su nivel o se les ve, en ocasiones, bajo mínimos físicamente. Marcelo, por ejemplo, pide a gritos una pequeña pausa, y este año, con un sustituto natural de garantías, debería tenerla y no esperar a que le ataque una lesión muscular. Misma situación con Luka Modric, al que la edad -32 años- empieza a obligarle a tener un rol menos protagonista. Sigue siendo indiscutible para todos, pero quizá Zidane deba mimarle más que a otros para que llegue a la fase decisiva en buenas condiciones. El croata lleva muchos minutos encima y los últimos encuentros con su selección -repesca incluida- han sido de una exigencia extrema. Si a ello le sumas que Benzema no arranca y Cristiano vuelve a jugarlo todo, el resultado es un equipo estancado, necesitado de aire fresco, más aún si los resultados no terminan de salir.
No entiendo, pues, el empeño de Zidane en traicionarse a sí mismo, en no repetir la fórmula que lo encumbró hace pocos meses. Ceballos, sin ir más lejos, ha demostrado estar preparado para sumar minutos y asumir ciertos galones -su partido en Mendizorroza lo demuestra-, pero en el Wanda, por ejemplo, ni calentó. Es como si no existiera. Eso no me lo enseñó Zidane la temporada pasada. Zidane no me enseñó a jugar con trece o catorce como si tuviera acento portugués y su segundo apellido fuera Queiroz. Todo lo contrario. Al cielo se llegó con todos remando en la misma dirección, no con algunos haciéndolo y otros mirando desde una dolorosa distancia.
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