A mí también me encanta ya, como a la mitad de España, ver perder al Madrid. Es una sensación encantadora. Casi como lavarse el pelo con Timotei. Eso es lo que yo he visto después del partido: a todo el personal lavándose el pelo con Timotei bajo cascadas de islas paradisíacas (quizá Gerona sea una de ellas: veo a Puigdemont corriendo por la selva en taparrabos detrás de unas vírgenes risueñas), mientras suena una canción de Mike Oldfield. Podrán haber visto ustedes, igual que yo, a un Madrid ciertamente desdibujado y mayormente superado por un equipo lleno de vitalidad. Pero sólo lo primero es cierto.
En esa suerte de dominio, de iniciativa gerundista estuvo siempre presente Hernández Hernández, el Dr. Moreau creando híbridos de humano y animal, que viene a ser al fútbol lo que Hernández y Fernández a los cuentos de Tintín pero con la lucidez intacta. La lucidez precisa para aprovechar un momento sólo regular, no malo, del Madrid para disminuir su potencia, infundiéndosela como si fuera propaganda al Gerona. Es encantador, verdaderamente, ver caer en la trampa de este juego sucio a los esforzados jugadores girondistas (que no girondinos, a esos los pasaron por la guillotina), y sobre todo ver caer en él también a los despistados jugadores madridistas, quienes además no se ponen excusas. El buenismo guiando al pueblo.
El entrenador del Gerona poniéndose medallas al final del encuentro ha sido una visión verdaderamente adorable. Cuánta inocencia. Produce una ternura casi insoportable del mismo modo que alipori ese compungimiento de viejas de las grandes estrellas madridistas. Los mejores del mundo. Todo el aparato social y mediático ¡y el madridista! señalando el pecado por el que esos fuera de serie se hacen cruces en sus celdillas públicas construidas por los aficionados futboleros por orden de sus sacerdotes de la radio. Yo señalo, hombre ya, a Hernández y Fernández, o Dupont y Dupond, en una actuación arbitral incalificable.
la actuación arbitral es incalificable
Hoy ganó él por goleada, y con él todo su clan. Qué jugadas, qué finura, que indetectabilidad si los hombres no tuviéramos ojos. Distinta es la visión de los corderos, sobre todo en una granja como la que pintó no Orwell sino Roures. Todavía estoy viendo esa salida de Modric en el minuto diecisiete. El amarillo a favor del Madrid le debe dar mal fario a este colegiado tintinesco. Isco a la contra, otra vez, poco después. Nada. No hay penalti sobre Benzema. Una contra tras otra cortadas en falta, una tras otra, y el Gerona que se crece. A ver. Cómo no crecerse, cómo no pasar a la fiesta con semejante invitación. Podríamos hacer un análisis pormenorizado de la actuación del árbitro que dejaría a las almas buenas presas de la indignación.
Porque en realidad el Madrid no pudo jugar. No lo dejó Hernández y Fernández, Dupont y Dupond, obstruyéndole el condensador de fluzo una y otra vez. Yo no lo voy a hacer, pero vean el partido de nuevo. Véanlo. Fíjense en lo que les digo. Fíjense en la táctica hernandezhernandeziana de cortar la ebullición, la generación guardándose a buen recaudo las amarillas. El Madrid parecía Roger Daltrey, de los Who, atascándose al cantar My Generation. Pero no era la canción. No era Roger Daltrey tartamudeando sino Hernández Hernández pinchando en una discoteca agobiante mientras los locutores de la televisión gritan por encima del volumen para escucharse al mismo tiempo que derraman sin querer sus cubatas.
Y todo lo que queda es el anuncio de Timotei para los gerundistas convertidos en efímeros y falsos héroes del antimadridismo rampante, y la crisis del Madrid que asumen hasta sus aficionados más distinguidos. Yo no me creo nada de ese anuncio como no me he creído nada de ese partido jugado, por cierto, en un campo de Fútbol Siete donde sólo había sitio natural, físico, para un centrocampista (Isco, ¡ni Modric ni Kroos, esos gigantes, tenían espacio!), donde Cristiano se agarraba a los barrotes como un gorila enfurecido, Benzema garabateaba bocetos en la pequeñez de un estudio ínfimo y de Lucas Quinto se decían a mi lado cosas ordinarias, cuando al chaval sólo le habían cambiado sibilinamente las medidas que tiene grabadas en el cerebro.
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