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El derbi del siglo XXI

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Mi primer recuerdo de un derbi fue un gol de Raúl en el Calderón. Un gol imposible, un Raúl desmañado y zancudo haciendo funambulismo por la línea de fondo y metiéndole la pelota por entre las piernas a Molina con un punteo del dedo gordo del pie. Luego, un obús de Seedorf en el Bernabéu, desde Panamaribo. Recuerdo que en aquella época yo usaba mucho la palabra obús, porque la había leído en unos coleccionables que sacó Marca antes del Mundial de Francia: en la ficha de la final del año 50, se decía que Uruguay empató aquel partido en Maracaná con un obús de Schiaffino. Yo no sabía qué era un obús y nadie sabía explicármelo. Lo busqué en el diccionario, un mamotreto que me compré para el colegio y que tenía las solapas pegadas con cinta aislante, y quedé fascinado. Cañonazo. El gol de Seedorf al Atlético me fascinó durante un tiempo porque unió las dos palabras más sugerentes para el niño que yo era por entonces, por exóticas: obús y Panamaribo. En unos Reyes me habían regalado un Atlas. Busqué Panamaribo. ¿Por qué juega Seedorf con Holanda, si Panamaribo está junto a Brasil? Un poco más tarde llegó el 1-3 del Atlético de Hasselbaink. Luego la Octava. El Atlético bajó a Segunda, y el derbi dejó de significar algo para mí.

Toda la vida he escuchado la manida frase, esa que alude a que el derbi empieza y acaba “en la oficina”: burlándose, o siendo burlado, por el compañero madridista o atlético. En mi pueblo hay pocas oficinas, y desde luego, aún menos atléticos. El derbi de Madrid siempre fue, por sí mismo, algo lejano, una cosa remota que como hincha no me afectaba más que en los tres puntos. ¿De quién me iba a reír?

Es harto difícil que un derbi así conserve, en la era del mundo global, la esencia íntima de una rivalidad antaño urbana, pero hoy planetaria. Sobre todo si los dos equipos se han jugado la Copa de Europa dos veces en los últimos tres años, que es el título más grande que existe. Quizá es la influencia de los dos años en Segunda, y de los diez en los que el Atlético se empequeñeció hasta parecer comparsa. Seguramente haya un núcleo madridista, madrileño (¡madrileñista!) para el que el Atlético es el rival de referencia: ese intríngulis que se hereda, que pasa de abuelos a nietos, que se derrama por los resquicios del tiempo y que reconoce al enemigo que tiene más cerca, porque puede ponerle cara y ojos. Pero puede decirse, siendo audaces, que las rivalidades ciudadanas ya se han quedado como un vestigio romántico, como un cachivache con el que se consuelan los del against modern football, para escribir poesía y cosas así. Para el recuerdo.

Para un madridista de Tailandia, el Atlético es el equipo de Simeone: el que llega a finales, el que convierte cada cruce y cada eliminatoria en un Vietnam, el que lucha por los títulos y el que se ha convertido, sin discusión, en el tercer mejor equipo de Europa durante el último lustro. Yo no soy de Tailandia, aunque Cádiz también esté muy lejos. La rivalidad con el Barcelona es el paradigma de choque cósmico que arrastra multitudes multiétnicas, transnacionales, políglotas, aunque el Barcelona se empeñe en tratar a sus aficionados no catalanes como si fuesen la última casta de la sociedad india. Sin Simeone, el derbi de Madrid hace tiempo que estaría en un museo, un poco como el derbi de Barcelona, o semejante al de Buenos Aires. Desde la perspectiva publicitaria, o mejor, mediática, el Madrid siempre tiene más que perder en estos derbis que el Atlético, por entrar durante unos días en una dinámica diminuta y casi de barrio, impropia de su naturaleza universal, y de su condición de club mundial y multinacional. Desde 2013, sin embargo, hay en juego algo más que el ridículo orgullo de “ser el mejor de la capital”, y eso es algo que siempre habrá que agradecerle al Cholo.

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