Hace relativamente poco, un amigo atropelló por accidente, en la noche madrileña, a un borracho que irrumpió en la calzada de improviso mientras mi amigo maniobraba para desaparcar. Las consecuencias del atropello no fueron, afortunadamente, graves, pero los amigos de farra del herido, tan ebrios como él, se abalanzaron sobre el coche de mi amigo, lo sacaron del puesto de conductor a tirones y le propinaron una brutal paliza que acabó con fractura de cúbito y pómulo. Cuenta que no pudo reaccionar a la paliza, que no pudo devolver ni un solo golpe o defenderse porque el sentimiento de culpa derivado del atropello (del que sin embargo no tenía ninguna culpa) le maniataba por completo. Cuando le estaban sacudiendo como a una estera, cuando un puñetazo animal le reventaba la cara, una parte de él le decía que no podía luchar por evitarlo porque se lo merecía.
Por supuesto que no lo merecía. Pero uno de sus yos, en ese momento, creía merecerlo.
Es un ejemplo ajeno al deporte, ajeno al fútbol. Ahora vayamos con un ejemplo futbolístico.
Como cualquier lector que supere los treinta años recordará perfectamente, el Real Madrid perdió consecutivamente dos ligas en Tenerife en los primeros noventa, en ambos casos en la última jornada y en dos temporadas consecutivas. En el primer tenerife, hubo un gol de Milla absolutamente legal, que fue anulado inconcebiblemente por fuera de juego cuando el centrocampista estaba onside por varios metros. En el segundo tenerife, no se concedieron tres penaltis de libro a favor del Madrid, uno por descarada mano a remate de Hierro y otros dos por sendos derribos sobre Zamorano. En ninguna de las dos instancias reclamó nada el Madrid a (respectivamente) García de Loza y Gracia Redondo.
¿Por qué? El Madrid llegaba a la última jornada, en ambos casos, con el sentimiento de culpa derivado de haber perdido, merced a varias derrotas impresentables, una renta de puntos que debería haberle bastado para ser campeón mucho antes. Ese sentimiento de culpa le impidió emitir -salvo un tímido apunte de disgusto de Zamorano- la menor queja por ambos ultrajes. “Nos merecemos esto por idiotas y no sería digno quejarse”, parecieron decirse todos, desde los jugadores al técnico, pasando por Ramón Mendoza. No podían protestar porque habían hecho el ridículo perdiendo tantos puntos anteriormente, y en consecuencia se merecían esa masacre arbitral.
Por supuesto que no se la merecían. Pero el elevado nivel de autoexigencia del Real Madrid les hizo encajar las trascendentales derrotas como si las merecieran, con injustificada resignación.
En la vida y en el fútbol se dan absurdos síndromes de Estocolmo, y uno parecido a los que expongo atenazó al PSG al término del atraco (en el mejor de los casos atraco deportivo) perpetrado por Aytekin. El PSG llegaba al partido con la amplísima renta de un 4-0 a su favor. El planteamiento de Emery fue nefasto y la actuación de sus futbolistas calamitosa, lo que no es en absoluto contradictorio con la evidencia de que fueron esquilmados por el trencilla turco-alemán. Sin embargo, cuando acabas de pasar por un trauma donde tú tienes parte de culpa, esa mala conciencia prevalece sobre la posibilidad de protestar por los elementos exógenos a dicho trauma, en este caso al arbitraje. “Lo teníamos en nuestra mano y pusimos en riesgo nuestra renta con una actuación de verbena. Se reirán de nosotros todavía más si nos quejamos del árbitro. La culpa es nuestra. Por nuestra culpa, por nuestra culpa, por nuestra grandísima culpa”. La naturaleza humana obra así cuando se mezclan el ridículo propio y la influencia externa, por más que dicha influencia sea tan decisiva como incalificable.
No es verdad que el PSG no se quejara. Hoy se publica -no sabemos si es cierto- que han enviado una carta a la UEFA. Tanto el jeque como Verrati y Thiago, al término del partido, ante la prensa, emitieron tímidos alegatos que fueron convenientemente manipulados por la prensa española para minimizarlos. No es lo mismo decir “El árbitro nos perjudicó pero no hay excusa” que “No debería servirnos de excusa pero el árbitro nos perjudicó”. Matices que se van fácilmente por el sumidero titulando simplemente “El árbitro no es excusa”, y contribuyendo así a forjar la leyenda de no solo la mayor hazaña de la historia del fútbol, sino la mayor gesta de la historia de la Humanidad. ¿No ha dicho John Carlin algo parecido mientras proliferan los meses de Suárez y su traqueotomía (Hugues dixit)?
El PSG sí se quejó, si bien poco y vagamente. Pero el hecho de que el PSG se haya quejado poco y vagamente no es razón, por lo expuesto anteriormente, para que el resto nos abstengamos de condenar lo sucedido. El PSG está en estado de trauma y tiene que lidiar con él como buenamente pueda. Los demás, seamos madridistas o no (porque la búsqueda de la decencia es cosa que trasciende al madridismo), debemos seguir en la denuncia a la que debería sumarse el mundo del fútbol en su conjunto, empezando por los siete equipos que compartirán el viernes bombo con un polizón. La futura trayectoria del Barça en esta Champions (y es la trayectoria mínima que se me ocurre) estará moralmente descalificada por la ignominia de su pase a Cuartos.
Argumentar que el PSG no se queja como argumento en favor de la justicia de la clasificación del Barça sería como argumentar que mi amigo estuvo bien golpeado por esa panda de cafres porque no reaccionaba a los golpes. Métanse ese argumento por donde les quepa.
Tendrán que pasar meses o años para que el PSG aprenda a superar su shock y se una sin complejos a la campaña para solicitar que se investigue el arbitraje de Aytikin en profundidad. Los demás -y esto debería ir mucho más allá del ámbito del madridismo- no tenemos por qué esperarles.
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