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Vivir para siempre

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En mayo de 2000, yo agarré una pulmonía y gané una apuesta. El Madrid se clasificaba para su segunda final de la Copa de Europa en tres años; yo, mientras, dibujaba un mapa de la ciudad romana de Baelo Claudia en una libretita que me había comprado, con toda mi ilusión. Un vendaval de primavera mojó la libreta y encharcó mis pulmones. Eso hizo que me perdiera un campeonato provincial de fútbol entre colegios, con el que había estado soñando todo el año. Pero a cambio, mi abuelo me retó: 500 pesetas a que el Valencia derrotaba al Madrid en París. Yo necesitaba 700, para no sé qué capricho: quizá fuera el último cartucho de Pokémon para la Game Boy, o alguna otra fruslería. Él aceptó. Serían 700 pesetas. Las gané, y me las pagó, porque mi abuelo era un hombre de palabra. También era del Madrid.

La de Milán será la segunda final de la Copa de Europa que juega el Madrid y él no verá. Una vez, por la misma época de la Octava, yo le pregunté por qué era tan importante el Real; por qué, cada vez que jugaba en Europa ante el Manchester, el Bayern o la Juve, incluso los hombres mayores a los que yo veía y de quienes sabía que no eran madridistas, querían que ganara el Madrid. “Por que cuando juega el Madrid, juega España”. Sonó con esa gravedad que sólo tiene lo dicho por los adultos ante los niños. Rumié su respuesta durante muchos años. Ahora sé lo que significa. También sé que los hombres para los que aquellas palabras significaban algo, están muertos, o han olvidado.

Mañana, como ocurrió hace dos años en Lisboa, el Madrid jugará contra España. Naturalmente, hay más españoles madridistas, que no madridistas, y probablemente más no madridistas, que antimadridistas. Pero los antimadridistas son como el moscón que se le cuela a uno en casa, cuando llega el calor y hay que abrir las ventanas para orear las cosas. Uno puede cocinar, comer y dormir perfectamente sin hacer caso del moscón. Técnicamente, es posible. Pero el moscón hace mucho ruido, es como una puerta entreabierta que portea, la gota que cae del grifo en el lavabo y nos despierta en el silencio de la noche. Al final uno termina por levantarse de la mesa y aplastarla.

España ya no quiere al Madrid, o como decía Relaño, no lo necesita. Porque el constructo ideológico que se ha apoderado del “espíritu del tiempo”, del zeitgeist nacional, desprecia al Madrid como cosa antigua. España precisó del Madrid cuando la conciencia popular de la nación estaba en los museos, en los pozos o en las estaciones de trenes de Suiza y Alemania. Pero ya no. Tienen las copas ganadas por la Selección; tienen al Barcelona de Messi, cuña del siglo que hiere la carne antigua. Tienen a los medios de comunicación redefiniendo el lecho sobre el que fluye el pasado. El Madrid, como la hidalguía, no cotiza en un tiempo cuyo relato lo escriben tête à tête Diego Torres, John Carlin, Alfredo Relaño, Santiago Segurola y el equipo de realizadores de Canal Plus. El Madrid es el emperador al que todos temen y envidian mientras está encima del caballo; se desea verlo lleno de barro, pues ser como él es imposible: a Dios se le acabó la arcilla al sexto día. Es la estatua de Napoleón derribada por los comuneros de su pedestal en la Columna Vendôme. El viejo orden, contra el que se proyecta una España nueva, hecha de retales de banderas muertas como aquella bandera que despliegan los campesinos de Villa Berlinghieri al final de Novecento.vendome

No obstante, hay una foto de esa estatua napoleónica abollada sobre el piso de esa plaza de París. En ella se puede ver y apreciar, con nitidez, el contorno y la figura del gran hombre. Incluso sus rasgos esculpidos en el bronce. Al fondo, sin embargo, lo que hay es una masa movida. Se intuyen pies, caras, gorras y sombreros. Se distingue incluso alguna cara. Pero la multitud de espectadores que contemplaban al gigante caído no es, para el espectador moderno, más que una ráfaga de aire, volutas de humo que sobrevuelan al bronce que no perece. Lo permanente conserva sus rasgos a través del frenesí de la eternidad.

En Milán, la España sentimental y la España millennial volverán a dirimirse el relato del mundo. El Madrid, como siempre, no ha jugado a nada y no merece ganar. Hay un pueblo elegido, que esta vez es el rojiblanco. Una vez fue el Valencia, y ciertamente, en ausencia del ángel redentor barcelonista (que vino al mundo para librar a los hombres del polvo blanco, infeccioso contagio que lleva 114 años sin querer claudicar: no en vano, está empeñado en quitarle al Pueblo otra Copa de Europa) cualquier aliado es bueno para combatir al caprichoso emperador que sólo quiere vivir para siempre.

 

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