Varias decenas de personas fueron asesinadas en la peña madridista de Samarra (Irak) y otras tantas permanecen heridas tras sufrir un infame ataque terrorista pertrechado por el autodenominado Estado Islámico.
Samarra está inmersa en pleno foco del conflicto bélico iraquí desde hace más de trece años. Ubicada en el corazón suní, en mitad de la región de Saladino y muy próxima a Tikrit, ciudad natal de Saddam Hussein, supuso uno de los epicentros de la resistencia sunita desde la ocupación americana. El atentado que los extremistas cometieron, en 2006, contra la mezquita de Al Askari, santuario de referencia chiita, sito en Samarra y que sería equiparable por su peso simbólico a la basílica de San Pedro del Vaticano, fue la mecha que encendió la revancha entre las dos comunidades islámicas (sunís vs chiís) en un conflicto que aún perdura y que posteriormente se propagó fuera de sus fronteras. Pero por si no fuera suficiente, las hordas salvajes del Daesh invadieron, hace dos años, el norte de Irak, incluyendo amplias áreas del territorio lindante con Samarra a cuyos habitantes sometieron, desde entonces, a constantes agresiones.
Hablamos por tanto de un escenario de guerra permanente. De unas personas que conviven, desde hace mucho tiempo y la mayoría sin comerlo ni beberlo, con el horror, el dolor y las carencias más fundamentales. ¿Cómo podían esos seres humanos dedicar parte de su corazón a un club tan distante y en un contexto así? Tras la consternación, la condena y la oración quien la considere, es inevitable, por tanto, reflexionar sobre el alcance del fútbol en nuestras vidas, de qué forma puede un equipo acompañar, dulcificar y hasta consolar el dolor de quienes, incluso, viven anclados en un infierno.
Porque a las víctimas de la peña madridista de Samarra no los mataron por su nacionalidad, tampoco por su religión o sectarismo. Ni tan siquiera han acabado, vilmente, con sus vidas por su madridismo, sino simplemente por su pasión por el fútbol, circunstancia considerada intolerable para los intolerantes. Hoy por tanto, estamos de luto todos los hombres de bien, pero sobre todo aquellos para los que este deporte forma parte, de algún modo, de nuestras vidas.
Pero también eran madridistas y por ello sería improcedente que desde este espacio no hiciéramos un reconocimiento hacia quienes, además, también eran unos de los nuestros. El Real Madrid consolidó, desde su época dorada, la asociación de su equipo con un espíritu irreductible. Para cualquier madridista ya ha quedado claro que ser aficionado blanco es creer en la victoria en cualquier circunstancia y momento.
Pero hay un nuevo concepto asociado al Real Madrid que ha emergido en la última década y que cabe destacar a colación de este lamentable suceso: su universalidad. Se puede ser del Real Madrid con independencia de dónde seas, vivirlo con tanta intensidad como lo pudierea sentir otro madridista en el otro extremo del planeta. El Madrid no cierra sus puertas a nadie, ni limita la consideración de ningún aficionado, por su raza, su nacionalidad, su confesión ni sus ideas (dentro del marco del respeto). Ser del Madrid es simplemente querer con todas tus fuerzas que tu equipo gane, hasta el final.
Y, en este sentido, pocas personas sabían y saben lo que es resistir hasta el límite, aguantar una adversidad tras otra, sin ceder además a la amenaza a la que les expone su adscripción deportiva, como nuestros hermanos de la peña “Irak blancos” de Samarra. Tan lejanos, pero tan madridistas.
Descansen en paz y toda nuestra fuerza para los supervivientes.
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