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El partido del odio

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Yo celebro que, mientras velamos armas junto a nuestro equipo a la espera de recibir al Manchester City, el destino nos haya deparado a los madridistas la rara ocasión de deleitarnos con el enfrentamiento entre el Atlético de Madrid y el Bayern de Múnich. No todos los días tiene uno la oportunidad de aliviar la tensa espera con un partido como éste. Así que, arrogándome un derecho que como todo el mundo sabe sólo corresponde por designio divino a los periodistas deportivos, me he tomado la libertad de bautizar este partido que acaba de terminar. Y habida cuenta de que lo de El Clásico ya estaba cogido y muy manoseado, y además resultaba a todas luces inapropiado, he elegido un nombre que, modestia aparte, refleja exactamente la naturaleza de este encuentro: el partido del odio. Del odio mío, claro.

Dejando a un lado al eterno rival, no encuentro en el mundo dos equipos más odiosos que los que esta noche se enfrentaban en Múnich, y agradezco a los astros que se hayan alineado para darme la oportunidad de ver cómo se han despellejado mutuamente con la esperanza de merecer el derecho de enfrentarse  a los blancos y radiantes en la gran final de Milán (confíemos en que así sea). Ha sido, cómo no, un espectáculo dantesco y algo gore, con sangre y vísceras en el terreno de juego, una pelea encarnizada, y a mí se me abría el apetito presenciándolo. El Allianz Arena ha transmutado en coliseo romano y yo me he sentado a contemplar el espectáculo desde el palco de mi casa envuelto en mi blanca túnica, desgranando con pausa y delectación un racimo de uvas mientras los gladiadores se sacaban las entrañas en la arena entre gemidos de dolor y chasquidos de hueso roto. No me digan que el espectáculo no ha merecido la pena.

Hay, sin embargo, una diferencia entre ambos equipos. O, para ser más precisos, entre el odio que generan ambos equipos, al menos en mi persona. Una diferencia sutil pero fundamental que inclinaba la balanza de mis deseos para esta noche y que hace que el resultado final no me haya dejado indiferente. Por ambos equipos profeso un inconfundible odio africano, pero el odio no es una categoría moral que esté exenta de matices ni de gradaciones. Hay odios y odios, y no conviene confundir conceptos.

Atleti Bayern

Empecemos por los alemanes. El Bayern de Múnich sale de fábrica con la prepotencia montada de serie y la arrogancia marcada en la frente como si fueran los cuatro aritos de su logotipo. El Bayern siempre sale al campo con el Deutschland über alles impreso en el ADN y con las trompas wagnerianas resonando triunfantes en una fanfarria ensordecedora. Es una parafernalia imperialista, de propaganda de guerra, y uno no puede dejar de acordarse de un españolito moreno, bajito y madridista que se plantó ante los panzer alemanes al pisar simbólicamente la cabeza de Matthaus, como aquel estudiante en la plaza de Tiananmen. Aquello estuvo mal, sí, pero la guerra es la guerra, y uno no puede dejar de sentir simpatía por el feo gesto de Juanito, porque el Baryern produce un odio revirado y reconcomido, emponzoñado y venenoso, un odio mezclado con indignación, un odio cabezón, como de vino peleón. Es un odio garrafón que no se extingue nunca y que no te deja en paz, como una mosca cojonera que interrumpe la siesta y de la que uno no acaba de librarse nunca. Que el entrenador se llame Guardiola no hace sino agravar el cuadro.

El Atlético de Madrid, sin embargo, ofrece en su mejor versión un odio limpio de polvo y paja. Yo nunca he odiado tan a gusto como odié al Atlético de Madrid de los Capón, Ayala, Heredia, Leal, Panadero Díaz y Rubén Cano. Era un equipo de melenudos que tenían el espíritu de los hermanos Hanson de El castañazo, y eso son palabras mayores. Era como ver a los Ramones, o tal vez a los Who saltar al campo y romper guitarras en el escenario mientras Luiz Pereira se preguntaba qué pintaban ahí él y su violín. Era, sí, un fútbol guitarrero, macarra, de suburbio metropolitano, un fútbol de cemento y asfalto, con muchos decibelios y poca sutileza. Esa es la esencia del Atlético de Madrid, la sangre que corre por sus venas, los genes que se transmitieron de generación en generación, de Heredia a Arteche, de Arteche a Tomás y de éste a Juanma López y al propio Simeone. Es el hábitat natural de gente como Diego Costa o el propio Arda Turan, que llevaba el fuego en los ojos, en la barba y en el nombre hasta que lo trasplantaron al Camp Nou y pasó de dar miedo a dar pena al verle obligado a trocar el hacha por la lira para que danzaran las bailarinas blaugranas.

Uno odia al Atlético de Madrid con todas sus fuerzas, porque un enemigo tan feo y antipático sólo puede merecer el odio de una persona decente, pero también con respeto. Uno odia al Atlético y es un odio purificador, relajante, taumatúrgico. Uno odia al Atlético y sabe que al hacerlo es mejor persona, porque es lo justo odiar a un equipo tan correoso, tan duro, tan leñero, tan agrio y tan desagradable. Pero también respeta su orgullo de perdedor, ese buscarse la vida a golpes, a machetazos si es preciso, ese afán de supervivencia aun sabiéndose incapacitado para alcanzar la cumbre de la escala alimenticia. El Atlético, en cuanto Atlético, tiene el halo heroico de los perdedores que siguen peleando aun cuando son conscientes de que nunca dejarán de serlo. Con malas artes, sí. Con violencia, también. Con la sed de venganza inyectada en sus ojos, qué duda cabe. Pero con el orgullo inasequible al desaliento de quien, siendo incapaz de pintar Las Meninas, rompe y mancha unos lienzos para defender con vigor que lo suyo también es arte.

Sí. Al Atlético de Madrid, cuando es el auténtico Atlético de Madrid, yo lo respeto tanto como lo odio. Por eso sugiero al Cholo Simeone que se olvide de discursos buenistas, que se quite la careta de buen chico tras la que últimamente tiende a ocultarse, que deje de lloriquear por las diferencias de presupuesto, que deje de ser podemita y que se muestre tal como es. Que se lance a la calle, que haga la revolución, que desempolve la guillotina si es preciso, que tome el cielo al asalto, pero sin intentar convencernos de que pretende ganarlo con rezos, sin adoptar una pose pía y beata que en él resulta vergonzante. Le seguiremos odiando igual, le seguiremos derrotando igual, y le seguiremos resultando igualmente inalcanzables. Pero tendrá nuestro respeto y, si me apuran, hasta nuestro puntito de admiración. Porque la grandeza propia es, en buena medida, el resultado de la fortaleza de los enemigos.

Así que espero hayan disfrutando tanto como yo viendo la carnicería, la lucha a muerte entre dos equipos intrínsecamente odiosos. Pero sin perder la perspectiva. Insisto: hay odios y odios. Yo me alegro de que el Bayern se haya ido hoy a los infiernos. Al Atlético, que es el único equipo al que un madridista puede odiar como Dios manda, ya le volveremos a facturar nosotros al lugar al que pertenece.

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